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El cuentista

  • jugemichiels
  • 8 may 2015
  • 3 Min. de lectura

Caminaba con las piernas entumecidas, el frío le calaba hasta los huesos y el sobretodo no le alcanzaba para parar el viento. El cigarrillo había dejado un gusto amargo en su boca y no tenía ningún chicle que masticar. Sentía el cuerpo cansado y la mente no dejaba de carburar ideas; a veces se preguntaba por qué había elegido la escritura como profesión. Los personajes de sus cuentos rondaban su mente día y noche; a veces le parecía ver visiones; ¿a caso Pedro tenía una pata de palo o era José? Una vez se le apareció Ana, la niña del cuento del elefante, en la mesa de un bar; estaba sentada allí, observándolo tomar su café, pasiva y sonriente, pero cuando quiso darse cuenta la niña había desaparecido. Virginia solía decirle que tenía que desconectar la mente para poder dormir en paz; pero un viejo mañoso como él no iba a hacerle caso a su esposa.

Cruzó la calle con el semáforo en verde y una camioneta le tocó bocina hasta que le dolieron los tímpanos. Llegaba tarde a su cita con José. Le había prometido que esta vez no se retrasaría. El bar estaba atestado de gente, el aire viciado le cerraba sus viejos pulmones, pero aún así avanzó entre las mesas y vio a José sentado de espaldas a la puerta, extrañamente, no estaba tomando nada. Se sentó frente suyo y pidió un café.

-Hola José.

-Hola Claudio. Llegas tarde.

-Lo sé, el frío este me está matando.

La mesera dejó el café en frente suyo y los dejó solos. José lo miraba con aquellos ojillos grises atormentados. Su pata de palo sobresalía por debajo de la mesa y su bombín descansaba sobre la misma.

-¿Por qué no me fuiste a visitar el sábado?

-Lo siento José, vino mi hija de Buenos Aires y me obligó a quedarme en casa. Quería ir, lo juro.

-No jures algo que nunca pensaste hacer. Yo se que la querés más a ella que a mí. ¿Es por el elefante verdad?

-El elefante no tiene nada que ver.

-Prometemelo.

-Lo prometo.

Quedaron en silencio unos minutos. Claudio revolvió el café que todavía no había tocado.

-¿Pedro está bien?- José rompió el silencio. Su mirada angustiosa sobrecogió a Claudio.

-Sí, ¿por qué me lo preguntás?

-Porque no lo volviste a mencionar.

-¿A Pedro?- Claudio se quedó pensando unos segundos- Bueno… No tenía nada que decir.

-¿Pero Pedro está mal?

-No, no está mal- Claudio estaba acostumbrado a las preguntas repetitivas de José, a veces le hacían recordar a las de un niño.

-Ah- José parecía más aliviado.

Pasaron unos minutos y volvió a hablar.

-¿Y Ana?

-¿Qué?

-¿Ana está bien?

-Ana está perfectamente.

-Ah.

Claudio le dio un sorbo a su café que ya estaba frío. Estaba cómodo ahí dentro, resguardado del frío helado que empañaba la ventana. Pero José aún seguía inquieto, escrutaba a Claudio con sus ojos grises como la plata.

-¿Qué?- quiso saber Claudio.

-¿Me vas a visitar pronto?

-¡Claro!- La pregunta lo ofendió- Siempre que tenga tiempo, ya sabés José.

-Pero el sábado no me visitaste.

Claudio se quedó callado, siempre que se juntaba con José tenían la misma discusión.

-Quedate tranquilo.

-¿Y a Pedro lo vas a visitar pronto?

-A Pedro también.

-¿Y a Ana?

-También.

-Ah- José parecía aliviado- Así no voy a estar tan solo- Sonrió.

Claudio le devolvió la sonrisa y sorbió de su café. Se dio cuenta de que alguien lo observaba y cuando giró la cabeza vio a la mesera y el chico de la barra hablando en susurros y mirándolo. Les sonrió y volvió a concentrarse en José.

-¿Siempre se sienta solo?- Le preguntó Pablo a Camila.

-Sí, y siempre pide un café, a veces dos, pero siempre toma uno.

-¡¿Dos juntos?!

-Sí, re raro ¿viste?

-¿Y siempre habla solo?- Pablo observó al hombre de cabello gris que gesticulaba con las manos mientras le hablaba a la silla vacía.

-Sí, por eso siempre lo atiendo primero viste, me da lástima, no le deben dar mucha bola en su casa.

-Pobre.

Los dos jóvenes se quedaron mirando al hombre un rato más. Éste seguía hablándole a la silla, y no parecía darse cuenta de que no había nadie sentado frente suyo.

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